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Suena a coña, y más si lo dice un chico, pero recientemente he tenido un divorcio con mi peluquero. Todo sucedió en un día que fui a mi peluquería habitual regentada por una colombiana que creo que se llama Rosi o algo así. Cada mes desfilan multitud de nuevos peluqueros cada cual más raro. Algunos llevan faldas, otros se tiñen de violeta y algunos se ponen exceso de sombra de ojos. Esos suelen ser para las mujeres. Para los hombres suele haber siempre un mexicano que debe tener el record mundial en corte de pelo veloz ya que en diez minutos te deja cortado, afeitado, lavado y peinado.
La última vez que fui a mi peluquería no estaba el mexicano y me atendió 'el nuevo' así le llamaban sus compañeros. Todo fue bien salvo por el momento de llegar a casa, lavarse el pelo y ver que cada lado de la cabeza tenía un corte a distinto tamaño. Desde ese momento mi relación con la peluquería entró en crisis y, como el amor, la llama se apagó.
El pelo volvió a crecer -no mucho, pero la cuestión es que no me gusta demasiado eso de peinarme- y había que buscar nuevas soluciones y nuevos peluqueros. Cogí el coche y me dispuse a patrullar el barrio en busca de nuevas peluquerías. Ahí me volví a dar cuenta de que nunca se valora lo que se tiene hasta que se pierde. Llongueras por aquí, Jofer por allá, Marco Aldani, Espejos...
Nada coherente para un simple corte de pelo a maquinilla y rematado a tijera en el que no quieres dejarte más de 15 euros. En esos momentos piensas en por qué tu madre o tu abuela no son como aquellas del anuncio de la tele-maquinilla que cortaban el pelo en casa sin complicación alguna. La desesperación se va apoderando de uno con poca paciencia para estas cosas y al final, como si fuera un tronco en mitad del océano, aparece una peluquería de caballeros.
Llamo a la puerta. No hay cola. "Enseguida le atiendo que estoy terminando con este señor" me dice un peluquero de espaldas al fondo del local. No hay revistas del corazón encima de la mesa, está el MARCA y el ABC. Empieza el corte. Veinticinco minutos con las patillas. ¡Qué cosas!. Unas gotas de no sé qué por aquí, una máquina súper extraña que parece no hacer nada por allá, masajes con loción y el peluquero que no deja de mirar a ras de pelo si eso está quedando bien. ¡Menudo cambio!
El problema llega al terminar. Cuarenta euros tienen la culpa y la tarjeta echando humo. Luego me dijeron que era una cadena de peluquerías para hombre que participa en desfiles de Milán. No es consuelo. Y es en aquellos momentos cuando con una cara de tonto, cuarenta euros menos y unas patillas "divinas" recuerdas a aquel peluquero mexicano que al menos no te hace perder una hora y, más o menos, te lo deja igual.
Y es que, al final, es muy chungo esto de quedarse sin peluquero...